El ministro de Desregulación y Transformación del Estado, Federico Sturzenegger, se puso al hombro la compleja tarea de justificar las retenciones al agro. En una serie de intervenciones en las redes sociales sostuvo que el crecimiento de la producción de soja en Brasil respecto a la de Argentina no se debió a los derechos de exportación, sino a la brecha genética. Y atribuyó esta última a la falta de respeto a la propiedad intelectual en semillas. Veamos esto con un poco más de detalle.
Es cierto que el fracaso del sector en encontrarle una vuelta al reconocimiento de los derechos del obtentor es un freno de mano a la actividad del fitomejoramiento. En particular, en la hora de la biotecnología, donde el desarrollo de nuevos eventos tiene costos en el proceso de creación y, sobre todo, en lograr la desregulación. Es decir, la autorización para su siembra y comercialización.
Sturzenegger remarcó que la principal compañía de semillas de soja de la región (Grupo Don Mario) se instaló en Brasil por esta cuestión. Y que hoy Brasil tiene mayor ritmo de crecimiento en los rindes que la Argentina, donde se percibe un ominoso estancamiento desde el 2010. En el mismo período, en Brasil pasaron de 2700 a los 3500 kilos por hectárea en esta campaña. Aumentaron el 50% en este siglo.
Pero la producción creció de 60 millones de toneladas a ¡180! Lo que explica el crecimiento de Brasil no es solo la genética, sino la expansión de la superficie cultivada. La combinación de ambos procesos, superficie y aplicación de tecnología en particular en semillas, es lo que explica esa formidable performance.
El ministro desregulador exhibe cierta impaciencia respecto del discurso monotemático de la dirigencia, que hizo de las retenciones su bandera excluyente y prácticamente no ha aportado otras propuestas. Esto quizá lo haya llevado a caer en algún exceso conceptual. Piensa que la eliminación de las retenciones (más allá de cualquier cuestión de justicia tributaria o respeto a la propiedad del productor) no va a repercutir en un aumento de la producción. Y que sí pondría en jaque al ansiado equilibrio fiscal, el mayor objetivo del Gobierno (y de la mayor parte de la sociedad).
Sturzenegger piensa que el esperado aumento de la producción fruto de la eventual eliminación de los derechos de exportación es un canto de sirenas. Cree que la mejora de precios servirá para aumentar el costo de los alquileres, favoreciendo a los dueños de la tierra y no a los arrendatarios, que son los que hoy explican la producción. Y entonces no habrá impacto productivo.
Es un debate viejo, allanado por el premio Nóbel de Economía Theodore Schultz, agrónomo y economista que desarrollo la tesis de que lo que genera valor es el conocimiento. El padre de la escuela de Chicago sostenía que castigar la renta de los productores de alimentos (más fibras y bioenergía) atenta contra el uso de tecnología. Nos lo dijo en su oficina, en 1983, cuando lo visitamos con un grupo de productores líderes. Nos recordó que su alumno dilecto, el argentino Lucio Reca, había elaborado bien esta cuestión.
Según Schultz, las políticas que restringen los precios de los alimentos y los productos agrícolas, la tributación desproporcionada sobre los cultivos y las tierras agrícolas, la falta de apoyo de muchos gobiernos a los servicios de investigación y extensión inhiben el emprendimiento rural y reducen el incentivo y la capacidad de los agricultores para innovar e invertir en la agricultura.
Es cierto que los propietarios mejorarán sus ingresos. Pero la tierra es solo entre el 25 y el 40% de la producción. Es cuestión de encontrarle la vuelta al pago del impuesto a las ganancias por parte de los propietarios. Pero sostener que el volumen producido es independiente a los precios es un error conceptual que ya nos costó demasiado.
Ya probamos. Macri las sacó para trigo y maíz y la producción se duplicó en un par de años. Las dejó en soja y así estamos.