En América Latina —dice Monterroso—, un escritor tiene tres posibles destinos: “el destierro, el encierro o el entierro”. La frase fue citada por el ensayista mexicano, Eduardo Lizalde. El contexto, por supuesto, son las dictaduras y los gobiernos autoritarios, pero también supone el compromiso de intelectuales y artistas que puede derivarlos a cualquiera de estos desenlaces.
El tema del compromiso es una vieja discusión. Pero ahora pienso en Héctor Germán Oesterheld, tan celebrado en estos días por su novela gráfica El Eternauta (1957), convertida en una espectacular serie dirigida por Bruno Stagnaro. El compromiso de Oesterheld, ni teórico ni de pasarela, lo llevó a unirse a Montoneros, en los ‘70 y, desgraciadamente, la dictadura lo hizo desaparecer en 1977. Este compromiso era cuestión de familia, de modo que sus hijas corrieron una suerte similar.
Un cartel promocional de la serie ha servido para recordar sus rostros (Marina, Diana Irene, Beatriz Marta, Estela Inés y H. G. Oesterheld). También se desconoce el paradero de sus nietos. Encontrarlos sería un triunfo moral para la democracia y la vida. Y aunque yo ya no crea en ninguna forma de izquierda, respeto este tipo de compromiso y de entrega absoluta.
Televisión Española, en 1987, intentó ahondar en este tema en días del Congreso de Intelectuales y Artistas en conmemoración del 50 aniversario del congreso antifascista de 1937. En poco más de una hora, Octavio paz, Jorge Semprún, Manuel Vázquez Montalbán, Mario Vargas Llosa, Fernando Savater y Juan Goytisolo debatieron sobre el “compromiso de los intelectuales”.
Paz abrió fuego con una especie de mea culpa al afirmar que los intelectuales “quisimos ser hermanos de las víctimas y nos convertimos en cómplices de sus verdugos”. Lo ilustra nada menos que con Stalin, pues ese extraño magnetismo que la izquierda y ciertos autoritarismos ejercen sobre algunos intelectuales, hace que no puedan distinguir a los verdaderos enemigos, ni la dimensión trágica de lo que patrocinan.
Defienden, entonces, y siguen haciéndolo, regímenes como el de Venezuela o Rusia porque, piensan, son el umbral para sociedades más justas que lamentablemente deben batirse antes en una guerra prolongada y cruel contra el capitalismo imperialista. Esa guerra justifica dramáticas migraciones, presos políticos, fraudes electorales, violación masiva de derechos humanos y un sinfín de atrocidades inimaginables. Estos son, creen, los daños colaterales de la utopía que estaría por hacerse realidad.
Otra especie de pensadores y artistas, que saben que estos “daños” no son tan colaterales, guardan estricto silencio y se refugian en el escepticismo. Si bien aceptan que la izquierda es un estercolero intransitable, tampoco pueden allanar el camino a los “enemigos”, a la derecha carnívora.
Practican un compromiso sin responsabilidad política. Raymond Aron advirtió el peligro de este dogmatismo, de la doble moral, al acusar los crímenes del capitalismo, pero silenciar los del comunismo. Recordemos que Martin Luther King dijo que el silencio hace cómplice, y vale en ambas direcciones.
En tiempos más recientes, se dice que el único compromiso real de un artista, o de un escritor, es con su obra. Con esto, muchos se lavan las manos, pero Anthony Burgess pensaba que, para comprometerse con la “obra”, primero hay que comprometerse con la vida. El arte es un compromiso en sí, lo contrario simplemente no es arte, ni vida.
Norberto Olivar es politólogo y escritor venezolano.